Me desperté, sentía un cosquilleo en la garganta.
Medio adormilada y aletargada, recordé entre sueños haber
escuchado un estornudo. “chingado, ya me enferme”, pensé.
El día apenas iba empezando. Había tomado un vuelo muy
temprano hacía Monterrey, casi no había dormido y pues, me sentía un poco
mal.
Por ahí de las 8:00 de la noche, estaba esperando mi vuelo
de regreso. Ya no solo era un cosquilleo, era un ardor molesto al tragar
saliva. El vuelo venia retrasado de la Ciudad de México “que raro”, pensé.
Estaba cansada, harta, con el cuerpo cortado y me dolían los
pies. La sala del aeropuerto estaba llena, amablemente (lo más que se podía a
esa hora y con dolor de cabeza) preguntaba por los asientos que tenían mochilas
y cosas en ves de personas sentadas. “¿Está ocupado?” en son ameno y jovial…
“Sí…” era la respuesta.
El cansancio cada vez era más, ya ni tragar saliva podía sin
sentir dolor. “Mátenme porque me muero” pensé.
Era medianoche, por fin estaba en cama. Morí por varias
horas, ojala jamás hubiera despertado.
Al despertar la cosa estaba peor. Sabía que no sería mi
mejor semana, sabía que por mucho, estaba jodida.
“Chingado” pensé.
Si aquel que estornudo como si no hubiera un mañana se
hubiese tapado el hocico... si aquella persona hubiese tenido conciencia, no habría cagado mi semana.
Ahí, de la peor manera comprendí, que las pequeñas cosas
hacen la diferencia.
Tal vez si aquel se enterara hasta donde llegó su acción, o
más bien, su no acción… si supiera, solo si supiera tal vez, a la próxima
aprenda que sus pinches estornudos puede provocar mucho, con tan poco.
Siempre hay pequeñas cosas que hacen la diferencia.